Tanatografía

15 enero, 2014

Introducción (Sin fecha)

Publicado en Actualidad, Arte, Biografía, Dibujos, Educación, Fotos, Ma(k)ia, Material, Reflexión

Sujeto / objeto de la educación [de mi incompleta Hipo(sín)tesis.]

Si tenemos que determinar un punto de partida sin duda se corresponde con las coordenadas de quien escribe, en España la Primavera de 1976, concretamente en Badajoz, todavía un pueblo grande camino de convertirse en ciudad, fundado hace más de mil años por una taifa renegada del Califato Andalusí, sobre una colina a orillas del río Guadiana habitada ya desde tiempos prehistóricos, en la frontera que actualmente divide La Raya, suma imperfecta de Extremadura y el Alentejo portugués. Concebido en paralelo a la agonía de Franco y su régimen, me identifico con lo que podría denominarse generación de la transición: las personas nacidas entre el atentado contra Carrero Blanco y el falso golpe de estado, aproximadamente.

Como modelo de lo que hoy sucede por todo Oriente, del próximo al más lejano, la Transición española supone la transformación de una sociedad nacionalista fundamentalmente religiosa en democracia del capital, con la peculiaridad de producir en una acción política no revolucionaria y casi sin violencia, la integración de los cambios culturales previos sucedidos fuera de nuestras fronteras, apenas intuidos o de segunda mano.

La derrota del fascismo tradicional en la Segunda guerra mundial, el compromiso con la libertad frente a la conciencia de la angustia existencialista, la inocente experimentación de los años sesenta y la emergencia de la contracultura una década después, se mezclan con el escupitajo sin futuro del punk, irrumpiendo de forma simultánea. El ajuste de cuentas de una sociedad a punto de despegar hacia la disneylandia del marketing en la era oficiada por Thatcher y Reagan, al borde del colapso de la Unión Soviética y final de la Guerra fría. El espíritu de este múltiple desplazamiento puede resumirse en una sencilla lección, sorprendentemente verificada con el paso del tiempo: todo está en continuo movimiento.

 

Soy el primer hijo, junto con un hermano tres años más pequeño, de un matrimonio para toda la vida entre una gimnasta y su entrenador, gestado en las poesías que él escribió para la recuperación de una lesión que ella tuvo, procedentes de familias cuyo pasado bien podría representar los estragos sufridos en la Guerra civil por ambos bandos. Además de deportistas todavía curtidos en la competición, los dos son funcionarios de enseñanza ya jubilados, profesora de Educación Física en un instituto y maestro de Lengua en EGB, practicantes de una ideología progresista hacia la izquierda, que varía de lo liberal a lo libertario dependiendo de los casos.

La determinante circunstancia de este contexto singular condiciona todo mi desarrollo posterior hasta hoy, convirtiendo mi realidad cotidiana en la sublimación de una contradictoria resistencia al sistema imperante, en la práctica, procurando interceder en mi realización espontánea lo menos posible y fomentando si acaso la mínima participación del consumo. Así, disfruté de una infancia feliz, donde la ausencia de los padres típica de nuestra época es compensada por el trato de privilegio entre mi extensa familia, multitud de referentes con quienes relacionarme sin la mediación paterna; hasta que el progresivo encuentro con la adolescencia consigue romper el vínculo en favor de la individuación, buscada paradójicamente a través de la identificación por imitación y repetición de la imagen del colectivo.

La diferencia resultado de comparar mi realidad con la de los demás, por ejemplo al carecer de teléfono a propósito, es vivida de forma traumática constituyendo una dificultad para encajar en el grupo con un esfuerzo impostado, llegando a fantasear como hacen los niños cuando dudan de la autenticidad de sus padres, en mi caso con ser producto de algún programa comunista infiltrado en Occidente. El cambio de domicilio, del alquiler a la hipoteca, del tráfico en el centro a la silvestre periferia, divide una infancia que comienza en torno a la presencia de una televisión sospechosamente abierta, crítica y didáctica, junto al esporádico acercamiento a los incipientes videojuegos en sus distintos formatos, posteriormente abandonados por la urgencia adolescente de la vida en la calle, el descubrimiento del mundo adulto fuera; saber advertir los peligros, las trastadas inocentes, casi siempre sobre una bicicleta.

 

Lanzador de martillo, Primavera de 1979, y Stephen Hawking, Verano a mitad de los 80.

 

Mi primer contacto con la institución educativa se produce cuando no he cumplido un año de edad, en una guardería de orientación pedagógica cristiana situada en un barrio marginal donde, por la amistad de mis padres con la directora y mi carácter, supongo, soy tratado con especial cariño. Recuerdo cantar inocente “con flores a María”, dormir la siesta en tumbonas, ayudar interesadamente a comer el filete de hígado al que mis compañeros eran obligados, pasar en coche de camino a clase sobre el túnel del tren, mi primer beso tras los arbustos severamente censurado, jugar en el recreo a Comando G.

Si esto representa en mi memoria la mínima presencia del antiguo régimen, la educación primaria posterior transcurre en lo que durante la época se llamaba Centro Piloto, donde coincido con otros hijos de educadores mezclados con niños del barrio y el entorno rural. Un colegio que experimenta con medidas pedagógicas innovadoras, para ser después incorporadas en el currículo general o descartadas por no favorecer los intereses del momento:

Intercambios con colegios de otras provincias, reconocimientos médicos, psicólogos de apoyo, combinación de inglés y francés en ciclos iniciales, integración de ambos sexos en las clases, especialmente en Educación Física, acento en las prácticas de laboratorio o taller, ética alternativa a la religión, la ausencia de uniforme, el comedor, campañas de higiene dental y flúor, de leche en dosis individuales, acompañada de cacao líquido, educación vial con karts circulando dentro del patio, en el recreo música clásica en lugar del timbre, cineclub los fines de semana, viajes y visitas culturales, bailes regionales, deportes…

Creo haber recibido una auténtica Educación General Básica que consiguió conciliar temporalmente el modelo tradicional con un enfoque progresista posteriormente nunca realizado, o de forma parcial e interesada. Además, yo era un niño dócil que atendía a todo cuanto le enseñaban, participando activamente en todas las áreas casi siempre con buenas calificaciones, en el grupo de lo que hoy llamarían triunfadores. Es significativo como anécdota el enfrentamiento con un profesor nuevo de Educación Física, que sustituye el método basado en el juego a que estábamos acostumbrados por otro seudomilitar con pruebas de esfuerzo y exámenes escritos, al excederse en la violencia del castigo propinado a un compañero. Cumplíamos con el sistema hasta en su propio cuestionamiento.

En cuanto a las actividades extracurriculares, debo destacar dos vacaciones de verano en familia excepcionales, de entre los viajes a Portugal o los campamentos acostumbrados, siempre rodeado por todo tipo de tebeos, recorriendo en coche durante un mes la mitad Norte de Italia, culminando en Roma para asistir a los Mundiales de atletismo, y otro atravesando las fronteras del Oeste de Europa alrededor de los Alpes, en 1987 y 1989 respectivamente.[1] Aparte de esto, mis padres no consiguieron que aceptara asistir a clases de pintura o al conservatorio, lo que hoy lamento no del todo convencido. Sí accedí por unos años al inglés, hasta que la metodología tradicional de la Escuela Oficial de Idiomas consiguió aburrirme, finalmente desistiendo.

 

La contradicción latente se convierte en un conflicto abierto durante mi paso por el instituto de secundaria, bachiller en ciencias mixtas y diseño optativo, mientras disminuye mi interés por unas asignaturas impartidas de forma irregular, desconectadas de la realidad inmediata, que apenas profundizan el esquema decimonónico conocido. La política educativa de un activista equipo directivo contrasta con mi progresivo rechazo de la socialización y el ambiente estudiantil, encontrando refugio en mi primera relación sentimental. La crisis adolescente irrumpe violentamente como la contradicción entre las diferentes imágenes de mí mismo, proyectadas sobre las demandas de mi entorno inmediato: familia, amigos, profesores y novia, distintas versiones de un ego fragmentado que aspira a convertirse en los referentes del panorama cultural que idolatra, ya sean artísticos, filosóficos, científicos o políticos.

La huida hacia adelante se precipita con la oportunidad de estudiar el último año del Bachillerato Artístico en Mérida, sustituyendo el COU ya desaparecido para enfrentar la selectividad y el acceso a la universidad, en la primera promoción que hace esto posible desde la recién instaurada reforma. Hasta la fecha yo no tenía una clara intención de estudiar Bellas Artes, ni vocación alguna, al no destacar en nada en concreto o quizá debido a mi interés por todo en general. Mi relación con lo artístico se reduce a la destreza del dibujo despertada por el cómic desde la infancia, ojear en casa una enciclopedia de arte de vez en cuando y el placer de consumir todo producto de la cultura popular que cayera entre mis manos.

Aparte de la experiencia de vivir por primera vez fuera del domicilio paterno, en principio a tiempo parcial sólo los días de clase, la antigua Escuela de Artes y Oficios me permite entrar en contacto con las disciplinas clásicas, la Historia del arte y los medios audiovisuales, además de otras asignaturas de Humanidades, pero sobre todo con un grupo heterogéneo de personas que tienen en común su misma diferencia, de edad, estilo, orientación, intenciones.

Visto con perspectiva, no deja de ser una preparación para lo que vendría después y que me permitiría estudiar en Barcelona, acompañado de Pablo Melara (Xoxé Tétano en el grupo Los Ganglios) un elemento crucial en mi trayectoria. Gracias a él me di cuenta de que yo no disfrutaba dibujando, ni tenía tanta imaginación para hacerlo como él ya demostraba por aquella época. Es difícil compararse con una persona de la que brota la genialidad tan espontáneamente. Yo poseía facilidad con las manos y capacidad para resolver estéticamente los ejercicios de clase en cualquier medio, pero carecía de personalidad o algo interesante que decir.

Antes de entrar de lleno en la etapa universitaria, no quiero dejar de destacar una importante estancia en Brighton en Julio de 1992, viviendo con familias locales para aprender inglés, además de un par de visitas turísticas a Londres y otras a lugares emblemáticos del Sur de Inglaterra. También el reencuentro en Mérida con dos amigas muy especiales, del campamento que marca el definitivo abandono de mi niñez, hijas de artistas reconocidos y relacionadas con la escuela anarquista Paideia, que significa el contacto con las ideologías políticas en un momento de mi adolescencia muy influido por el espíritu de la música en el cambio de los años 60 a los 70, en concreto Jim Morrison y Silvio Rodríguez, dos figuras complementariamente contrapuestas.

 

El comienzo de mi crisis personal, que todavía no había advertido al comenzar Bellas Artes, se incrementa con el rechazo inicial hacia todo lo que me rodea e interiorizando la contradicción; entre la excitación por las nuevas posibilidades que se abren con el cumplimiento de la situación deseada y la frustración conseguida por mi incapacidad para poder realizarlas, debido a una duda arrastrada cada vez con mayor inquietud. Si hasta ahora no soy otra cosa que el reflejo de los demás, ¿quién soy yo, como diferencia?

El primer año de carrera supone la revisión de lo que ya habíamos aprendido en Mérida (Dibujo, Pintura, Escultura, Fotografía, Historia del arte), salvo una introducción a la informática bastante interesante aunque soporífera, quizá por ser a primera hora o los propios contenidos, y la magistral Teoría del arte impartida por José Enrique Monterde, crítico de cine en la revista Dirigido por. Esta asignatura en concreto incide sobre el conflicto al que hacía referencia, descubriéndome por un lado la fascinante riqueza y complejidad del ámbito artístico insospechada por mí, pero por otro y a la vez, mi completa ignorancia debido a la lectura insuficiente o la carencia de preparación filosófica.

Para colmo, a mi drama personal se suma el lastre de una relación a distancia cada vez más deteriorada y la dificultad que teníamos al principio Pablo y yo para encajar con las costumbres sociales tan cerca de Europa, llegando incluso a plantearnos cambiar de facultad por eso. Tampoco fue de mucha ayuda el ambiente universitario, cuyo legendario activismo político se diluía por participar de los oscuros mecanismos en los departamentos; el modo de disimular las reformas del nuevo plan educativo mientras se distraen las eternas reivindicaciones a favor de más y mejores recursos: material, personal, tiempo, dinero.

 

Y es que nos encontramos en la Barcelona posterior a la olimpiada, en medio de una crisis económica en el contexto de la Primera guerra del Golfo, con dimensiones políticas en España a consecuencia de la corrupción endogámica del Estado, que resuelve esta tensión en la alternancia. El regreso al poder de la derecha por la vía democrática sucede gracias al gobierno socialista previo, que encarna todos los males del liberalismo, con el desmadre producido por la aparente libertad de consumo, precisamente en la confusión de éste con aquélla. Basta mencionar la entrada en la OTAN y la CEE, la propia olimpiada y la Expo’92, los casos Banesto, Filesa, Rumasa, Roldán Quién sabe dónde, los GAL, la Ley Corcuera

Una realidad reflejada en la cultura popular con el grunge importado de EEUU, el último regreso a las raíces de la música basada en la guitarra eléctrica antes de la definitiva expansión del hip hop y la electrónica, exportada desde Ibiza y La ruta del bakalao en Valencia entre otros epicentros; en castellano, con el rescate de la canción protesta y la figura del cantautor, aunque no con tanto éxito como la reivindicación del flamenco hasta entonces asociado al franquismo, en la fusión realizada por los Nuevos Flamencos, Kiko Veneno, Pata Negra o Ketama entre ellos, que despegan justo cuando ha muerto Camarón.[2]

 

Valga para resumir este panorama el ejemplo paradigmático del humor a la española de la época, con el declive de Martes y Trece a consecuencia de su propio éxito comercial, frente a la sencilla y profunda autoparodia surrealista del género realizada por Faemino y Cansado, todavía para minorías, eclipsada por el contagioso dadaísmo de Chiquito de la Calzada, ese fistro de la pradera, pecador. En lo que respecta a la cultura con mayúsculas poco se puede decir, ya que hasta ese momento la actividad museística, literaria o cinematográfica nacional apenas roza el interés juvenil o popular, menos Pedro Almodóvar claro, explotando hasta la extenuación los atemporales clásicos y las nuevas fórmulas procedentes del extranjero.

Entre los resquicios de la cultura de masas oficial empieza a consolidarse una contracultura dispersa en variopintos guetos, que acabará eclosionando a lo largo de la década con el auge de las nuevas tecnologías, ondeando la bandera friki con orgullo en el cambio de siglo posterior.

 

Me gustaría recordar que todavía no habíamos sido invadidos por la tecnología digital, al contrario de lo que ahora acostumbramos: las computadoras sólo servían para jugar, aparte de las escasas aplicaciones técnicas; el diseño gráfico era tan cool como hacer trabajos manuales, corta y pega con fotocopias; el móvil era un teléfono convencional inalámbrico dependiente de una batería de un kilo de peso llamado celular; no había descarga de música mp3 pero se copiaban los vinilos en cintas de casete; los Party Line eran casi como navegar por Internet.

Insistiendo en el concepto de la transición, esta sensación de llegar antes de tiempo, a deshora o a contramano, me ha acompañado toda la vida conforme se sucedían las distintas modas asociadas a los diferentes avances tecnológicos, ya desde el walkman, el compact disc, la guitarra eléctrica, los platos, las cámaras de foto y vídeo, analógicas o digitales, reproductores para editar en Beta, VHS, Hi8 o DV, bicicletas de BMX, de carreras, de montaña, patines en línea, monopatines, monociclos… Por no hablar del resto de hobbys absurdos, siempre fascinantes, que requieren mucho presupuesto o los deportes de riesgo, excepto el Parkour que es gratis y dicho sea de paso, aunque lo practiqué inconscientemente de niño cuando aún no tenía ese nombre, tampoco me dio por ahí.

En cualquier caso, se establece una clara relación entre el ocio y la profesionalización, que supone el desembolso de una cantidad de dinero si se pretende profundizar en la actividad concreta, limitando el acceso de los espíritus multidisciplinares y frustrando al principiante, indeciso por tener que afrontar semejante compromiso de antemano. E imagino que no hace falta insistir, sin más pruebas que la evidencia contemporánea, en cómo las actividades culturales destinadas a los jóvenes, antes fomentadas y patrocinadas por el Estado, dependen cada vez más de los criterios del marketing al servicio de las corporaciones, condicionando todo desarrollo específico por la necesidad de rentabilidad económica y su consecuente realización profesional [o monetización como se dice ahora].

 


[1] En Florencia me di un golpe en la cabeza columpiándome en las cadenas que rodeaban la catedral Santa María del Fiore, que me dejó ciego unos instantes mientras hacíamos el recorrido de la visita, agarrado a la mano de mi madre y disimulando para no crear preocupación. (No tenía sentido en este enfoque tan pedagógico, pero no lo podía dejar pasar desde la perspectiva general.)

[2] Paco de Lucía, Enrique Morente, Lole y Manuel, Carmen Linares, El Lebrijano… otros revolucionarios del flamenco que no se pueden pasar por alto.

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